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El Castaño

Historia de Tuxtepec
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

Pedí un último trago al Güero Ochoa,

Para cuatro cuadras. 

I

En estos días de verano, en el pueblo se andaba a pie bajo la lluvia; caminábamos por sus calles largas, chapoteando alegres el lodo de un lado a otro de esas avenidas. Recuerdo muy bien que cuando chamaco, mis cuates y yo correteábamos mariposas alrededor de las casas, siempre empapados de sonrisas, huyendo de la abuela para que no nos alcanzara, porque cuando lo lograba, nos daba de cinturonazos por las travesuras que hacíamos. No debíamos chapotear el agua bajo esa amenazante tromba; un rayo podría caernos atraído por las palmas de coco del vecindario, o bien, la calentura con su resfriado en esta época de canícula, seguro nos pondría en cama, como gallinas accidentadas.  

En días soleados salíamos a corretear mariposas por el callejón de Javier Mina, desde la avenida Libertad hasta la 5 de Mayo. Llegábamos a comprar tractolina a la tienda del güero Ochoa”, en la esquina 5 de Mayo. Allí vi por primera vez cómo los hombres mayores se tiraban sus buenos tragos de aguardiente, de cervezas, de “rascabuche” o de “el vitamínico”. Pura tonalidad que alegraba a los parroquianos amigos del “güero Ochoa”, o como él los nombraba: “mis entenados”, “mis compinches”, o “sus mandaderos”. Tenía tono de buen amigo, Ramón, como se llamaba el “güero Ochoa”, el que vendía el “rascapetate” para alegrar un poco las penas.

En ese lugar me di cuenta de las primeras caídas de borrachos impertinentes, de madrazos volar por todas partes, de meadas en la cerca de la misma tienda. Allí observé el manifiesto de que el hombre no es hombre si no bebe sus cervezas todos los días y le invita a sus amigos un litro de aguardiente.

Por las tardes, jugando a la pelusa o correteando solitarias ardillas, saltábamos la barda para pasar al amplio solar de la parroquia, ante la mirada bondadosa del sacristán, don Felipe de Valencia, un señor moreno, con lentes y de mediana estatura, que siempre jugaba con los tirantes de su pantalón. Nos invitaba a recoger los grandes manojos de castaña. Celebrábamos de gusto el momento, saltando jubilosos bajo el frondoso castaño. Abrazábamos el enorme árbol para pedirle algunos deseos. Por mi parte le pedía que cuando fuera un hombre mayor, pudiera llegar a la esquina del “güero Ochoa” a echarme unos aguardientes de caña o de “rascabuche”, le imploraba abrazándolo más fuerte, poderme madrear con algún cuate que me cayera mal; también le pedía mear la cerca de la tienda de Ramón, el “güero Ochoa”. Por último, anhelaba bajo la sombra del castaño, que el sacristán de la iglesia, don Felipe de Valencia, viviera muchos años para que nos siguiera regalando panecillos y tortillas de coyol, que le traían los paisanos de Ojitlán, cada fin de semana, para deleitar la cena.            

II

Caldeada la tarde, agonizaba diluyendo a tarascazos el horizonte; al oeste de la ciudad, descalzo y mal comido como perro sin dueño, fui a buscar a mi novia Malena, me traía de un ala esa cabrona prieta. Éramos novios desde que la sonrisa de sus ojos me barrió a todo lo largo, cuando una mañana tiraba el anzuelo en el vado, frente al paso de Los Varas, la Malena estaba lavando ropa con su mamá, doña Sofía, señora bonachona, de ojos saltados como de toro loco. 

Un día viernes, lo recuerdo como si lo estuviera sufriendo todavía, mi negra y yo teníamos una cita para vernos en la esquina de la tienda El bosque, en avenida Libertad y calle Juárez, allí merito vería a mi Malena. Hacía tres meses desde que nos encontramos apretaditos, junto al castaño de la iglesia, donde el cura Silviano se percató de nuestro romance y nos dio una sermoneada porque estábamos muy juntitos, como para no sentirnos en soledad. Era pecado no asistir a misa de siete de la noche y santiguarse como Dios manda. Una escapadita se le dio la Malena a doña Sofía, ese escandaloso y triste viernes. Sólo una, y fue cuando el párroco Silviano Pérez lo echó todo a perder y mi negrita corrió hacia la entrada de la iglesia, dejándome bajo el abrigo sombreado del castaño, calientito y espantado. 

Tenía tres meses esa historia, y la tienda El Bosque, esperaba que este par de tortolitos se confesaran sus secretos de amor. Serían las siete de la noche de ese viernes del mes de noviembre, cuando enlodado hasta las rodillas, caminaba desviando lagunas de agua por la avenida Libertad; saboreando aún el tintineo rítmico del agua alrededor de mi cintura, porque esa vez fue un buen quehacer de la pesca. Las cuatro cañas de otate clavadas en la arena, sostenían el cordel con anzuelo en el agua mansa y engañosa del paso de Los Varas. Cuando las cañas se doblaban, para casi besar la arena, era indicación que picaba la guabina o el jolote.

La Malena me esperaba esa tarde en la esquina de El Bosque. Todo ello me inyectaba ánimo para seguir persistente, poniendo lombrices de carnada en los anzuelos, para la posible captura de un buen pez, sin importar que boqueara el picoaguja, pues, aunque este larguirucho animal jalaba duro, también caía masticando a picotazos la tormentosa muerte.

La Malena me esperaría. Me esperaba, me nacía en el corazón los balbuceos de un niño. Esas ansias me crecían entre pecho y espalda, me entumecían y me entusiasmaba, incluso me animaba el inolvidable recuerdo de las sombras del castaño parroquial, el recuerdo de los ojos desorbitados de doña Sofía, el regaño del cura Silviano; aunque esto último no importaba, porque por los besos de chupamirto de la Malena, todo lo perdonaba.  

Cuando llegué al lugar de la cita, muchacho escuálido y soñador impertinente, me senté en la banqueta a esperar a mi negrita consentida. No importaba la lluviosa noche, el cielo relampagueante y mojoso. Allí esperaría todo el tiempo, tarareando alegre la canción de moda: “amorcito corazón, yo tengo tentación de un beso”. Recién muerto Pedro Infante, resonaba en la conciencia del pueblo el recuerdo de galán pesado. Me sentía en ese instante un Pedro engalanado, un galán de película esperando a su negra Malena, a su morenaza Malenita. En la esquina de la tienda El Bosque, propiedad del señor Gudiño, esperé una hora de lluvia constante, dos horas de mosquitos culeros picándome por todos lados, y más de tres horas, aplastándome las nalgas en el áspero piso de la esquina de la tienda.

Nunca más volví a tratar a la Malena. Se fue esa misma noche, trastornada por los besos endemoniados de otro hombre. Lo supe después de la frustrada espera. A los dos años la volví a encontrar, la vi diferente, preñada y ojerosa, lavando la ropa de su marido el teco, en el mismito lugar del río, cuando por vez primera nuestras miradas se cruzaron en el paso de Los Varas. Junto a ella estaba su madre, doña Sofía; la araña panteonera que lucía sus ojos saltados, como de toro loco. Me hice el indiferente, me importaba un pito su preñez y su cara deslucida y chipuja. Pavoneando el anzuelo de un lado a otro, con la guabina al hombro, me encaminé de prisa hacia la esquina del “güero Ochoa”, a escasos cincuenta metros del río. Allí di rienda suelta a mi orgullo de hombre. La piel me picaba por todos lados, los ojos me lloraban de emoción contenida, me tomé tres “rascabuches” de jalón y pedí un último trago al “güero Ochoa”, “para cuatro cuadras” –le dije-, no sin antes mearme sobre la cerca de la tienda.