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Gloria y caída de Tenochtitlan

Foto(s): Cortesía
Redacción

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En el origen de la ciudad de México-Tenochtitlan se funden elementos históricos con otros ya asentados en la mitología. El mito relata que el dios Huitzilopochtli indicó al pueblo mexica que emprendiera una travesía desde la legendaria Aztlán, en busca de un paraje donde encontrarían un águila sobre un nopal y con una serpiente entre sus garras. Ese era el lugar donde debían fundar el gran asentamiento donde inscribirían su historia. En el sitio indicado se fundían de manera armónica los cuatro elementos de un todo prodigioso: la tierra y el cielo, el agua y el fuego, la luna y el sol.

Luego de un recorrido de 210 años, los mexicas arribaron al Lago de Texcoco, donde fundaron la ciudad de Tenochtitlan, o la gran Tenochtitlán, la actual Ciudad de México.

Una de las crónicas más completas sobre la historia de México Tenochtitlán es el Códice Mendocino, hecho en 1542, que recibe su nombre de Antonio de Mendoza, primer virrey de México. Dicho códice se encuentra en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, en Reino Unido, desde el año 1659.

Sobre el año de su fundación, la mayoría de las fuentes e historiadores coinciden en que fue en el 1325, aunque la data exacta es difícil de establecer, porque en el periodo prehispánico no hubo una cronología unificada y cada pueblo tenía su propio registro del tiempo.

Los peregrinos crearon, a través de varias generaciones, una ciudad maravillosa a la manera de una imagen del cosmos, que en su centro lucía al Templo Mayor, eje del mundo, donde moraban sus dioses y oficiantes sagrados, y sobre la superficie restante construyeron las viviendas de la mujer y el hombre comunes.

En la época de su máximo esplendor, Tenochtitlan fue una ciudad de ciudades que cobijó a más de cien mil habitantes. Esta es la que conoció el conquistador y sus soldados y sobre la que escribió Bernal Díaz del Castillo en su Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España: “y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua […] y aquella calzada quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadiz. (…) Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas”.

No lo sabían, pero estaban en “la región más transparente del aire”, como la definió -siglos después- el geógrafo alemán Alexander Von Humboldt.

Sabemos que la ciudad de México, como Roma o Jerusalén, se fundó dando cumplimiento a una profecía; “existimos en la mente de los dioses antes que la realidad, por eso la ciudad de México es inmortal”, escribió con orgullo apasionado el maestro Miguel León Portilla.

 

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Aquel prodigio de la inteligencia y sensibilidad, aquel encantamiento lacustre, la imponente Tenochtitlan, fue sitiada por los españoles y sus miles de aliados indígenas. Sin provisiones y muertos la mayoría de sus guerreros, el 13 de agosto de 1521 marcó el fin del imperio mexica. Tras una heroica resistencia, fue apresado el tlatoani Cuauhtémoc y llevado ante Hernán Cortés, quien “lo recibió con mucha cortesía, al fin como a rey, y él echó mano al puñal de Cortés, y le dijo: ¡Ah capitán! ya yo he hecho todo mi poder para defender mi reino, y librarlo de vuestras manos; y pues no ha sido mi fortuna favorable, quitadme la vida, que será muy justo, y con esto acabaréis el reino mexicano, pues a mi ciudad y vasallos tenéis destruidos y muertos”. (Relación de Alva Ixtlilxóchitl).

Ante este hecho, los mexicas aceptaron que su dios guerrero Huitzilopochtli había sido derrotado por el dios de los extranjeros y ante la orden del tlatoani, dejaron de combatir y se rindieron ante los españoles.

Es cierto que la conquista de México la hicieron los indígenas del territorio. Tamaña empresa no hubiera sido posible sin los recursos y los más de 10 mil hombres que aportaron los totonacas, Tlaxcala y Uexotzinco, los otomí, las tribus del sur del valle, y el bando del príncipe Ixlilxóchitl, de Texcoco. Era la conquista de México, la cual fue protagonizada por miles de guerreros con rostro y color de piel familiar para los mexicas que gobernaban aquella imponente urbe.

Esa hazaña fue obra de un ejército 99% indígena. El otro 1% era un contingente de hispanos, esclavos africanos e indígenas caribeños encabezados por un hombre, el español Hernán Cortés.

Nunca intuyeron estos pueblos ni sus líderes, que la caída de la gran Tenochtitlán era solo el principio de la conquista de todo el territorio nacional y la consiguiente destrucción de su religión y el sometimiento de sus culturas.

Al conmemorar el 502 aniversario de su caída y los siete siglos de su existencia, cantamos a la aldea primigenia, Tenochtitlan, y a su encarnación contemporánea, la ciudad de México, y decimos con el poeta Chimalpahin Cuauhtlehuanitzin, lo que dejó escrito en Memoriales de Culhuacan: "En tanto que dure el mundo, no acabará, no terminará la gloria, la fama de México-Tenochtitlan".