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El Cristo Negro, la fiesta del Santuario

Peregrinos Cristo Negro.
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

En la fiesta de mayo de cada año, se reúnen los pueblos chinantecos, mazatecos, zapotecos y cuicatecos; o sea en conjunto pueblos oaxaqueños, veracruzanos, poblanos y chiapanecos, se hermanan en Otatitlán para venerar al Cristo Negro. La fe es una, los visitantes se agrupan y se fortalecen, su devoción es fuerte y mágica, no hay otra historia en el mundo que la que se escribe ahí en ese santuario sagrado, donde la gente se baña en una especie de bautismo en el río de las mariposas, donde se ramean el cuerpo con hierbas de romero, albahaca y ruda, para quitar un poco los malos aires recogidos en el camino que anduvieron desde su lugar de origen, pues quieren llegar al pie del Cristo Negro con más regocijo y menos males para no fastidiarlo. Los médicos tradicionales mazatecos, paisanos de María Sabina, la chamana mayor de Huautla de Jiménez; le rezan, le oran, le piden gracia y amor para que él interceda ante el ser superior y reciban sanidad sus enfermos. Ante la imagen, la gente se amontona y se hace limpias, prenden cientos de veladoras, se realizan mandas y depositan ofrendas ante los pies del cuerpo decapitado del cristo, cuerpo mutilado producto de la ceguera, de quien mandó a manchar la voz del pueblo que ama con sus cantos y devoción al señor de Otatitlán. Por lo mismo, sin ánimo de morbo, actualmente la cabeza del señor es exhibida a la entrada del templo en una vitrina, donde miles de fieles desfilan ante ella, la acarician y la besan a través del vidrio, con el amor, fe y voluntad que un hijo prodiga a un padre; al padre negro de semblante sereno y cuidador de la vida de los fieles que asisten a él cada año.

Cada tres de mayo, la tradicional feria se celebra; miles de peregrinos de diferentes estados llegan al Santuario –así le llaman a Otatitlán–, a pedir por sus enfermos, a pagar mandas, a arrodillarse desde la entrada de la iglesia y a implorar con devoción para que sus peticiones se cumplan. Esta feria se celebraba anteriormente cada 14 de septiembre; fecha de la llegada del cristo de Otatitlán en 1597, pero como septiembre es época de lluvias y de la creciente del río, poco asistían los peregrinos de la región y mucho menos de otros lugares más lejanos, por lo cual se optó por cambiarlo al mes de mayo y hacerle una buena celebración.

Fue en el año de 1997 a los 400 años de su arribo, que en el mes de septiembre, empezó a hacerse una representación de su llegada a Otatitlán, la gente se trasladó con la imagen hasta el pueblo de Papaloapan a la altura del puente del ferrocarril, ahí la depositaron en una gran balsa sobre el río y se dejó que la corriente la arrastrara, según cuenta la leyenda; en esa forma viajó y lo siguieron los peregrinos en otras lanchas, hasta llegar al atracadero de Otatitlán, de allí lo trasladaron en hombros a su nueva parroquia, con música de jarana, con jolgorio lleno de amenidad y rezos; es así que cada año el 14 de septiembre el pueblo de Otatitlán y gente de los pueblos hermanos: Tuxtepec, Tlacojalpan, Chacaltianguis, Tres Valles, Cosamaloapan y Tlacotalpan; se reúnen de peregrinación en peregrinación y acompañan caminando y en camiones, al Cristo Negro; salen de Otatitlán a las siete de la mañana para trasladarlo hasta la población de Papaloapan, a escasos cinco kilómetros de distancia, y lo colocan en su balsa para el viajecito por agua, este cuadro es muy representativo de su llegada aquel año de 1597 desde el pueblo mazateco de Puctlancingo.

Dentro de la persecución religiosa en los gobiernos de Obregón y Calles, se desataron diferentes desacuerdos del gobierno con la iglesia católica; por ejemplo, en Otatitlán, Veracruz. En 1931 fue cerrado el templo y perseguido el señor cura, los creyentes celebraban el culto en forma clandestina en casas particulares. El presidente de Otatitlán de ese entonces Eduardo Castelán era el principal instigador de dicha persecución apoyado por un personaje llamado Manuel Roca, fiel servidor del gobernador del estado Adalberto Tejeda, fue así que el seis de septiembre de ese año un grupo de agraristas y soldados; todos bien armados se ubicaron en la población en diferentes puntos estratégicos y esa madrugada al amparo de esa gente del gobierno; tres individuos procedentes del pueblo de Cosamaloapan cargaron con el Cristo Negro. La señora Evangelina Aguirre del pueblo de Otatitlán cuenta: “Serían las cinco de la mañana cuando gente malvada y sin escrúpulos, cortaron los barrotes de la ventana que da a la capilla y por ahí se colaron, bajaron la imagen y se fueron con ella entre los platanares, en esos días el río estaba muy crecido por ser época de lluvia y no pudieron seguir con su carga. Bajaron a la orilla del rio la sagrada imagen, la quemaron con leña, palmas y hojas secas; estos al ver que no se quemaba, optaron por cortarle la cabeza con un serrucho (dicha herramienta después fue encontrada entre el monte y ahora está guardada en la sacristía del templo), se llevaron la cabeza río arriba hasta el pueblo de Papaloapan, y por carretera partieron a la ciudad de Xalapa, donde permaneció abandonada hasta 1955”.

Al conocer la población que el Cristo Negro había sido robado, tocaron las campanas de la iglesia y al canto de “Viva cristo rey”, los pobladores se armaron y fueron en busca de la imagen mutilada; mujeres, niños y hombres la recogieron de un montón de cenizas, sin que su cuerpo presentara muchas quemaduras. Por mientras; la cabeza sirvió por varios años como pisa papeles en la oficina del gobernador Tejeda. Los santuareños con su coraje a cuesta por los hechos y devoción por su Cristo Negro; no tardaron en reponer la cabeza del cristo por otra también de color negro, y es la que actualmente luce el cuerpo del cristo. La original fue recuperada varios años más tarde y colocada en un nicho especial en la propia nave de la iglesia; siendo venerada por los feligreses año con año cuando visitan el templo sagrado.

El chinanteco, el mazateco y el huichol, después de caminar kilómetros y kilómetros, con su carga de rezos; en secreto vacían esos rezos al dueño de su vida, hacedor de su existencia, al Cristo en su altar, al Jesús orando en el monte Sinaí, con Él y cerca de Él, lloran sus penas, en ellas sus raíces de seres conquistados les aguijonean su desbordada conciencia de un místico en confesión. Afuera de la parroquia, encuclillados junto a sus mujeres, se imaginan que están orando al pie del cedro o de espigados pinos en sus comunidades, lanzan alaridos al viento. Tras de ellos, sombras desdeñosas cubren sus almas con aromáticas flores del campo.