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No necesitan ni capitán, ni gobernador, ni señor

Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

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LAS ARRIERAS

Las arrieras viajan en el tiempo del día llevando carga del árbol, este sin protesta y muy alegre las recibe. Miles de ellas van por el mismo camino, pregonan la marcha flotante de su carga; hormigas al fin, laboran sin cesar en el día, echando raíces en su pequeño mundo de naturaleza. Se dan prisa llevando a cuesta la florecida hoja que deslizan, y en tan dichoso peregrinar, gotea el vértigo inesperado del viaje. Diminutos habitantes de la hierba y el silencio, se pierden en su andar en inmutables peñascos a los ojos del día. “¿Qué me importa la burla del hombre-hormiga?”: solo temblor de tierra Vicente. Solo temblor de tierra amigo poeta.

Estas compañeras incansables, piadosas y ejemplares, realizan su jornal de trabajo de más de doce horas. En fila india van andando por los caminos del tiempo alegres y muy descansadas llegan  con su carga “al cielo del árbol de almendro”. Yo las miro con placer entre mis locuras de palabras y vericuetos que rememoro para mí mismo. Noto en su primer turno de labor, cómo se sumergen en el ritual infinito de ida y vuelta: paciencia, paciencia es la que las envuelve en su noble labor desapercibida para el temible hombre, tan indiferente a esta noble enseñanza de la naturaleza. De pronto ya no se les mira pasar en su danza de ritmo ilustrado; sin duda toman un merecido descanso. Es su jornal de trabajo que termina por un momento; medio día para el hombre, pero solo un tiempo sin senderos para ellas. Rota esa eternidad de ser ellas mismas; maduran su energía en más contagio y al poco rato vuelven a la carga sin cuartel: en fila india, incansables saludan a los hilos finos de la tarde. 

Ve a las hormigas perezoso/ mira su camino/ no necesita capitán, ni gobernador, ni señor.

Me gustan estas palabras nacidas en mi interior, repasadas en un libro; me gustan porque me dan luz y me regresan a recuerdos presenciales, en el violento olvido de mi corazón: demasiada carga para esta bella andanza de cuerpecitos, de alientos silenciosos 


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NIÑOS FANTASMALES

Qué belleza y tan indefinible fila de románticos animalitos, que hacen de la maldad un triunfo; misterio regalado al hombre para que sea capaz de desentrañar ese vuelo de serenidad y paz trabajadora, en ese gran silencio que nos regala el en ramaje amoroso del día. Ahí van las arrieras y llevan las hojas de carcomidas yerbas, las llevan a su nido.

Qué canción del alma. Qué canción sin palabras de un desfile de pequeñas perlas llenas de humedad y regocijo, envueltas en el templo de la madre naturaleza. Qué amor es el mundo, qué amor es la lluvia de hermosas palabras en el silencio. Qué ausencia intocable del tiempo, es este andar de un viaje sobre tierra, bajo los árboles, donde extraños niños fantasmales, llenos de musicalidad abrigan la esperanza interminable y constante de las arrieras.

Ahí van las arrieras y llevan las hojas de carcomidas yerbas. Van llegando a su nido y ahí esta una venenosa amiga esperándolas, esta es una coralillo, una sorda o cualquier víbora, cuyo canto parece ser como la de los niños en su infancia de aquellos tiempos: “a la víbora víbora de la mar/ por aquí pueden pasar/ las de adelante corren mucho/ y las de atrás se quedaran”. ¿Y me preguntas porqué compadre?. Es que la víbora siempre protege a las arrieras, es una amistad inigualable; junto al árbol de almendra o de mango o al pie de una palmera está su amiga la víbora esperando a la arriera ( todo tiene su interés), a la pequeña arriera que la alimenta y la mantiene con sus huevecillos que produce; la víbora come los huevecillos de su diminuta amiga que en ordenada fila, miles de ellas parecen ir bailando con su carga de hojas y llegan al nido que las espera: de seguro una víbora está ahí agazapada esperándolas. La yerba que llevan estas niñas-criaturas, es para el tiempo de calor y lluvia que les impide salir y encontrar su alimento diario. Bonito amor, amor de un cordial sueño de verano entre las víboras y las arrieras. Agradable gesto de milagroso descanso entre las piedras, en una solitaria cueva, entre las piadosas raíces de algún árbol, que las bendice y las  contempla con lágrimas en su corazón, de una antigua sombra.