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Porfirio Díaz, el caudillo de Tuxtepec

Porfirio Díaz, el caudillo de Tuxtepec
Foto(s): Cortesía
Lorena Jiménez Salomón

El ex general afirmó que ni en la ciudad de Oaxaca, su tierra natal, ni en México se establecería; por lo mismo vendió la hacienda La Noria y partió para ubicarse en Tlacotalpan Veracruz, en el rancho La Candelaria. En ese agradable lugar el sobresaliente militar calificado como “El más popular de los generales republicanos de 1873”, se convirtió en carpintero, canoero, pescador, agricultor, comerciante y hasta alburero y bailador, en este pueblo en el que algún día Blanco Moeno recreara su obra “Un son que canta en el río”, Porfirio Díaz hizo de su vida un almanaque de quehaceres, y allí nacieron los dos hijos que tuvo con Delfina, su sobrina-esposa.

Las embarcaciones se mueven al son que toca la jarana, y es que en la Cuenca del Papaloapan el zapateado es décima que se engalana desde el corazón de la tarima, nos regala sonido y alma; se da vida a la décima del viento; hacen de su autoexilio, un mejor embate. La amenidad de Tlacotalpan animó al aguerrido militar de 43 años, a retomar la lucha para conmemorar un sueño siempre anhelado.

Porfirio Díaz en ese lugar paradisiaco, se permitió remover en su interior fuertes recuerdos de cuando había sido recluido en la fortaleza de Loreto, junto con otros generales, por la derrota sufrida en la caída de Oaxaca. Rememoró las palabras de aquel viejo militar que al verlo tan descorazonado y con poca fuerza de voluntad para luchar por su libertad; le descargó estas palabras: “Puede ser exacto que, a la larga, después de mucho tiempo de inacción, un militar como usted suspire por nuevos combates. Pero al caer prisionero un jefe, suspira, más bien respira de otro modo…” y es que el joven Porfirio Díaz esa tarde reflexionó para sí que la cárcel es una oscuridad que aclara el pensamiento de cualquiera, persistencia imaginativa que puebla dichosos fantasmas; todo un desierto rehaciendo cualquier vida: océano de anhelos perdidos y moribundos, que nos hace remontar nuevos bríos en horizontes frescos.

Mientras estos pensamientos ocurrían en el militar retirado; una canoa se balanceaba ante las almas insípidas del río. La pesca había estado en su apogeo en esos días. Las alegres casas de tejas entretejían un remanso de recuerdos y anécdotas: “Nuevas energías comienzan a carcomer mi piel; el resentimiento acumulado me hace culpable por no poder llegar a donde quiero hacerlo. Otra vez la brisa y el sosiego del río; otra vez la salva insalvable de las risas de estos pobladores tlacotalpeños, tan expresivos que me hacen fiesta sus guasas cada día, me han hecho aprender a materializar mis espíritus de sueño. Tuvo razón el viejo militar cuando me dijo: ‘después de mucho tiempo de inacción un militar como usted debe suspirar por nuevos combates”.

Se supone que Porfirio Díaz no eligió al azar Tlacotalpan para sus fines políticos; esto fue además un regalo hecho por la legislatura veracruzana, haciendo creer el combatiente oaxaqueño, a toda la clase política; que se refugiaba en los sacros quehaceres del hogar, por eso se ubicó cerca de un poblado llamado Tuxtepec; punto estratégico por ser el límite de los dos estados; interesante para su proyecto militar político y poder luchar por su meta; alcanzar la presidencia de la república. Para llegar a Tuxtepec tenía que cruzar el río Papaloapan, y en esta población asentó su centro de operaciones, donde empezó a relacionarse con gente de la más mijora decían los Chinantecos. Y es que Porfirio Díaz para cumplir sus pretensiones, quería formar un ejército con los Cuenqueños, pero no encontraba eco; no halló el coraje necesario, pues éstos eran muy dedicados a los quehaceres de la pesca; además gente bullanguera y siempre alegre.