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Los tacones de mi mujer

Tacos de mujer
Foto(s): Cortesía
Javier Morán Solano

A los veinte años de casado me di cuenta de la extraña condición que existe en mi mujer de adoptar un estado de ánimo según el tacón de sus zapatos. Si usa calzado alto se le nota un semblante relajado y se vuelve más amable. Su conducta de pronto adquiere un matiz de serenidad al momento de preparar lo que prefiero de desayunar, o al hacerme un favor justo antes de que yo lo pida. No sé si estoy más sorprendido de haber descubierto esa relación después de tanto tiempo, o del hecho mismo de que, dada su estupidez, parece sacado de un delirante texto de Morán. El caso es que me gusta o, mejor dicho, me conviene, cuando ella se pone zapatillas. Puedo ver mis programas favoritos de televisión sin que se moleste, incluso si pongo, al mismo tiempo, música en el reproductor.

He podido detectar también una influencia predominante en la altura de los zapatos, pues entre más altos sean, el benigno estado de ánimo se incrementa como índice inflacionario. Pude comprobarlo el día que murió su tía Emilia, victimada por una complicación de diabetes en pleno cumpleaños de mi mujer, quien, muy a su pesar, se vio obligada a suspender la fiesta en su honor para ponerse de luto. Yo, que conozco bien a
mi mujer, o al menos eso creía, sabía que muy por dentro ella estaría furiosa de cumplir el compromiso del funeral, en lugar de cantar repetidas veces la canción ochentera que tanto le gusta. Sin embargo, para mi asombro, al ponerse las únicas zapatillas negras, sobrevivientes de mil batallas —las más elevadas del armario, por cierto—, pude corroborar mi teoría. Se ofreció a rezar los rosarios, a llevar los víveres para el velatorio y a organizar a las muchachas del coro para los cantos en la iglesia, así como a mandar hacer la lápida con el nombre de la tía en compañía de un salmo.

Todo eso me conmovió, puesto que en vida nunca se llevaron bien, pero a partir de entonces su convivencia familiar mejoró y suele acudir al cementerio cada fin de semana —con zapatillas, claro—. Tal situación me puso al descubierto el poder de los tacones sobre mi mujer. Por ese motivo, anoche he fingido un robo en la casa, y desaparecí todos los zapatos de mi esposa, dejando únicamente los negros de mil batallas. Hoy temprano, al descubrir el falso robo, ella me dijo en tono amable: «¿Pero qué clase de depravado, ladrón de quinta inútil, se mete a robar a la casa para llevarse solo mis zapatos? ¿Seguro que tú no viste nada? ¿cómo pudo pasar esto?». Yo, encogido de brazos me limité a responder: «Tú lo has dicho, se necesita ser un depravado, ladrón de quinta inútil, para llevarse solo tus zapatos». Acto seguido y sin investigar más, se arregló, como cada sábado, y se fue directo al panteón a visitar a la tía Emilia, gracias a Dios. Se fue de buen humor, como ha de suponerse. En lo que regresaba aproveché este lapso en mi primer día de vacaciones para darte esta confidencia. Por si lo estabas pensando, te aclaro que los
zapatos de piso son otro tema que por salud narrativa y mental decidí esta vez no relatar.

Hoy decidí que me robarán la cartera e intervendrán mi cuenta de banco durante cierto tiempo. No habrá plata suficiente para reponer zapatos durante mis días de descanso, hasta volver a incorporarme a la oficina.