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Carta de Agustín Escobedo

Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

Comentan que el plátano Roatán es el mejor alimento de nuestro amado terruño. Lo transportamos en grandes racimos, en embarcaciones para trasladarlo río abajo, hasta llegar a El Paso Real. Allí, entre esas aguas cristalinas, llenas de peces y piedras azules, observo tu rostro asomándose en algún balcón de las calles del pueblo.

Un señorón tonto y viejo te espera; te estoy esperando mi curvilínea platanera que pronto te convertirás en piñera. Te espero desde el yucal de tierra fértil hasta Los Cobos y San Antonio. Desde El Encinal hasta Sebastopol, allí en El Refugio donde nos encontramos por vez primera, cuando atravesé tu gracioso cuerpo con una enorme flecha de amor impostergable. Recuerda lo jadeantes y cansados que andábamos por la pesada carga, la puta embarcación no pudo entrar a otros lugares, nos tiró entre montes y pequeños arbustos. En esa forma tú y yo, seguimos el camino interminable y rudo, metidos entre yerbamoras, mala yerba, cocuites, cundoamor y pica pica. Zarzales y bellas gladiolas nos indicaban las escasas veredas y una de ellas tendríamos que seguir a riesgo de perdernos. Continuamos por la ribera derecha del río Valle Nacional, muy cerca se escuchaba el rugir de los tigres tras de su presa y tú te repegaste a mi cuerpo para que te apaciguara, aunque era ese acercamiento más por deseo que por miedo. 

Llegamos al terreno de La Borda y allí descansamos; el rugir de los tigrillos se hacía celestial, los gritos de los changos giraban como arrullos, y fue en La Borda donde desbordamos de pasión a nuestros propios animales guardados aquí dentro.

Chiltepec, lugar paradisíaco y lleno de luz, nos sorprendió en ese romance venido del cielo. Mi Nanchichí, tú y yo ya nos amamos como grandes panteras. Proseguimos el camino para llegar pronto a San José del Río, donde grande platanares hacían más agradable el ambiente. A cada suspiro mío, el suspiro tuyo, un suspiro amoroso nos contagiaba y en cada lugar a que llegábamos, un nido de cuerpos húmedos se formaba bajo la sombra de los árboles cuando nos tocaba descansar. 

Amorosamente, donde quiera que estés, recuerda que te amo; por eso te dejo estas letras que testimonian que te conocí un día jueves en Tuxtepec, por la calle arenosa y solitaria de 20 de Noviembre. Te asusté con mi mirada de animal rabioso y se te cayó la canasta del mandado que llevabas en el brazo, y me reclamaste con tu furia de mujer engreída, pero por lo mismo, por ese reclamo, te conocí y te ayudé a levantar tu carga de penas.

El primer escape que tuvimos fue a los dos días del acontecimiento; todavía recuerdo cuando dos lindas mariposas se pararon en el moño rojo que adornaba tu largo pelo. Recuerdo a las ardillas gritando jubilosas, parecía que celebraban el momento, jugando alrededor de nosotros y huyendo enseguida entre los sauces del río. Allí, a la orilla de las cristalinas aguas te besé por primera ocasión, sintiendo un mundo de miedo y emoción que me invadía el cuerpo. Tú me miraste sorprendida, pero aceptaste gustosa ese atrevimiento de mi parte, y al otro día te acompañé al encuentro del llamado de tus familiares, quienes vivían arrinconados allá por Valle Nacional de los tabacos, exactamente en el rancho Usumacinta, donde residían tus abuelos. En ese bello resquicio del río nos bañamos con mucha calma; suspirándonos la piel en cada refregada; fue la última vez que nos miramos de adeveras, fue con mucho cariño y se avidriaron tus ojitos de iguana, llenos de miedo. Un amor de dos días de viaje, de dos días llenos de ungüento de matorrales y gotas de rocío por las madrugadas. Ese adiós tristísimo fue sellado con un loco beso que pareció un ciclón en nuestros labios. Un adiós que como despedida, mi Nanchichí, te musité al oído: ¿Cómo te llamas?, y tú presurosa me contestaste: Tú te llamas José, ¿verdad?

Tomado del libro “Recuerdos y Desmemorias”, ÁG.