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Canto de un anecdotario

Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

EL ALBAÑIL

Un albañil se cayó

de la torre de la iglesia

nada le pasó en los pies

porque cayó de cabeza.

 

REGAÑO

Doña Amacia grita a su sobrino en el río:

Anda pendejo,

nomás que te ahogues

no estés llorando.

 

INSEGURO

Le puse mi nombre al niño

porque si no es mi hijo

al menos es mi tocayo.

 

EL CHICLÁN

El árbol del que te hablo, es una semilla de raíz que ha crecido a través de la edad y sueños de la época.

Dicen los antepasados, que nunca dio fruto alguno, ni dio gotas de rocío al viento, ni bellos tallos, tampoco esbeltas sombras, por eso le llaman hasta la fecha el árbol chiclán, pues no tuvo descendientes; y si hubo algo que cayera de él, son las hojas amarillas, casi muertas, llenas de soledad y sol que se le desprendieron de las imponentes ramas trepadoras, solitarias y eternas cada verano para ser pisoteadas por gentes y animales desconocidos; carcomidas por las hormigas arrieras que anidan al pie del árbol, y resguardadas  en el sueño eterno de los hombres que las vieron desprenderse del chiclán.

Yo nunca lo vi, y me contó un viejo que él tampoco lo vio conscientemente, que una vez que se incendió su potrero de tanto calor que había en sus ojos; vio al chiclán y se refugió bajo esa enorme sombra que daba el antiquísimo árbol, del que te hablo ahora.

 

EN MARZO SE APAREAN LAS VÍBORAS

El día 21 de marzo se celebra el equinoccio de primavera, el mundo mágico de las víboras se entreteje y se manifiesta a todo color y contorsiones, pues en esa fecha en que las víboras se aparean, se anudan en el sueño del universo, suben a los arboles como pelota brillante.

Pano el mayoral del rancho, comenta: “Generalmente las víboras se aparean en la fecha del 20 o 21 de marzo de cada año; en los huecos de los árboles, o hacen su nido de amor en la orilla de los arroyos. Mucha gente del rancho platica que después del primer viernes de marzo se buscan y se empiezan a aparear. Por mi parte las he visto camino al rancho Plan de los Pájaros aquí en Loma Bonita; raras veces en el hueco de un árbol, sino en las ramas, cuando se están apareando, se contorsionan enredadas entre ellas, en silencio, en una entrega bendecida por la naturaleza: y las miras y las vuelves a mirar; ellas siguen su movimiento, se siguen contorsionando, en una bella bola que brilla como una luna romántica reflejada en la laguna; con un ritmo fresco, al son de la naturaleza, así les agarra la noche a veces y la misma luna es testigo de ese apareo, y ésta las acompaña siendo parte de esa luz que estalla en colores a través del vaivén de las ramas de los árboles”.

 

UNA MUJER BONITA

Una maestra estaba leyendo una novela del escritor García Márquez “Memoria de mis putas tristes”, de pronto dejó el libro sobre la mesa de la sala y se fue a la cocina; en eso va su hija de seis años y empezó a deletrear el título del libro exclamando enseguida: ―Mamá, ¿qué es puta?, así dice aquí―, la maestra sorprendida ante la pregunta sólo atinó a decirle: ―¡Ay hija!, puta es una mujer bonita, trabajadora y muy responsable―: ―¿como tú, mamá?―.

 

ADELA HERNÁNDEZ

(LA NANA QUE CUIDÓ AL NIÑO Y AL JOVEN VÍCTOR)

“Voy a contar la historia sencilla de una mujer zapoteca llamada Adela, que dedicó su vida a cuidarme desde que nací; todos los recuerdos de mi infancia y juventud dejan entrever la imagen de Adela, porque siempre estuvo a mi lado; ahora que estoy escribiendo estas líneas, la recuerdo claramente con su falda negra y su blusa de fondo blanco donde descansaban sus trenzas renegridas”.

“Adela era profunda y sabia, de una sabiduría que desembocó en ella como herencia de sus antepasados; gran conversadora, por medio de sus relatos conocí episodios históricos, leyendas, cuentos y la vida de héroes que mi imaginación de niño engrandeció: ‒Niños vamos a platicar y contar cuentos, yo sé muchos de cuando era chica‒, nos decía; empezaba a hablar y yo podía escucharla horas y horas sin aburrirme”.

“A mis hermanos y a mí nos gusta recordarla porque parece que estamos oyendo sus palabras, cuando a los diez años fui a estudiar a Orizaba, ella fue corriendo a decirle a mi madre que le permitiera acompañarme”.

“Adela tenía 70 años cuando murió, la llevamos a sepultar a un panteón florido, porque a ella le hubiera gustado descansar entre flores y trino de pájaros, nunca he visto su tumba porque Adela no está allí, está siempre en mi corazón”.

Víctor Bravo Ahuja, 1972.