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Cándido Cuevas (27 de julio de 2023 Q.E.P.D)

Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

II

“El año de 1944 fue crucial para Tuxtepec, hoy todavía se recuerda con nostalgia. Se sufrió mucho en esos días de la inundación y sus consecuencias no se hicieron esperar, porque después de esa funesta catástrofe lo que quedó no es para recordarlo; pero la memoria abre heridas que nunca terminan de cerrar; como consecuencia de ello las enfermedades no se hicieron esperar, sobre todo el hambre porque no había nada de alimento; nadie trabajaba para su beneficio, todo era reconstruir lo poco que quedaba en pie: casas destruidas, falta de medicina, niños muriéndose por el agua y el ambiente contaminado, fue la herencia de dicha inundación. Muchas familias que no aguantaron el dilema que se vivía tuvieron oportunidad de abandonar Tuxtepec, salieron a buscar dónde vivir a pueblos cercanos como Loma Bonita, Tres Valles, Tierra Blanca o Veracruz; todo un éxodo que marcó a este pueblo para siempre.

“Nosotros la familia Cuevas salimos de casa ya con la corriente del río a media calle, nos fuimos a la esquina del parquecito Carranza, pero no había algún refugio seguro y nos trasladaron en chalupa hasta la calle Hidalgo esquina con la avenida Carranza; ahí había una embarcación grande y la pasamos amontonados varias familias; acomodándonos en orden, abrazándonos con fe y amor, pidiendo que nada malo nos pasara. En esos momentos nació una solidaridad sin precedentes; todos compartimos espacio, agua para tomar, tortillas tiesas y pan. El apoyo entre nosotros fue la mirada y el buen gesto, pues estuvimos a punto de sucumbir y ahogarnos, debido a que la embarcación no estaba en buenas condiciones, y nos caía agua por arriba y entraba agua por debajo de la lancha; la embarcación estaba llena de hombres, mujeres; y niños llorando, sin poder moverse mucho, pues las tablas sobre las que estábamos parados eran frágiles y crujían a punto de romperse y nadie se podía mover; si lo hacíamos bruscamente nos llevaba la fregada, teníamos que pisar los barrotes y nivelar la lancha, si no se desfondaba, en eso sí tuvo un control toda la gente que estaba allí, pues nos acomodamos como pudimos sin que hubiera algún percance a pesar del hambre, la sed y el frío, por tanta agua cayendo sobre nosotros. Fue un milagro de Dios el que vivimos aquel septiembre de 1944. Ya es de imaginarse que si no nos apoyamos para sacar el agua que entraba en la embarcación, se hubiera hundido; iba a ser una entrega total, pues toda la familia Cuevas estaba ahí penando y santiguándose a Dios y a los demás santos, habidos y por haber.

“Había un capitán de avión que se apellidaba Morales y le pusimos de apodo Quijada. Gente del Barrio Abajo conocidos se juntaban a ayudar a los trabajos de la avioneta, uno muy asiduo era Pano Paz, andaba con Morales El Quijada, para arriba y para abajo; a veces llegaban pasajeros a las siete de la noche para ir a Valle Nacional y hacíamos el viaje especial rápido, a modo de regresar de día a Tuxtepec, pero aun así varias ocasiones volvíamos casi de noche.

“Desde la avioneta en vuelo, el pueblo de Tuxtepec se veía como un cuadrito de luces; pequeña comunidad que daba nostalgia y alegría a la vez, esto me encarnaba más a mi pueblo, y me gustaba verlo desde arriba todo frágil pero bonito. Recuerdo que entrábamos a Valle Nacional por un cañón; cerro de un lado y cerro del otro, muy buenos aviadores los responsables, muy prácticos y sagaces con los que me tocó hacer aquellos viajes. Una vez de regreso a Tuxtepec, ya nos había agarrado la noche y el aviador Juan, me preguntó muy serio y además sonriente: –Oyes Cándido, ¿no tienes miedo? –, –¿Miedo de qué? –, –Porque nos viene fallando el avión, no sé qué le pasa al motor, pero no te preocupes, tenemos donde aterrizar de inmediato; agárrate fuerte–. Y dada su pericia buscó un claro en el monte para aterrizar, en eso aparece Tuxtepec y sus anheladas luces y planeando en vaivén, llegamos al aterrizaje; no sé si me asusté o no, o qué pasaría en mi ropa interior esa vez; pero yo seguí con mi costumbre de subirme a las avionetas, pero lo más cabrón es que en mi casa nunca sabían dónde andaba; de repente me aparecía para la cena, –¿dónde andabas demonio, que todo el día te ausentas de la casa?–.

“En la vida tuve seis hijos, cuatro varones y dos mujeres, formé una bonita familia, todo lo que te conté pasó al recuerdo de esos años que jamás vuelve uno a experimentar. Hoy vivo con mi esposa de siempre, Lucía Montor con la que formé una gran familia y disfruto el presente como un solo universo de amor y vida”