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Llevé mi mano al psiquiatra

Manos lecturas
Foto(s): Cortesía
Lorena Jiménez Salomón

Javier Morán

Mi mano despertó esta semana con un síndrome de abstinencia. Los síntomas aparecieron ayer, tras once días sin escribir nada. Como reflejo involuntario, comenzó a temblar a tal grado de no poder sujetar siquiera un vaso. Por eso la traje a consulta. Me recuesto con ella sobre el sofá del especialista y empieza a hablar a través de mí. Afirma que adoptó votos de silencio porque se siente culpable. Las noches sin dormir le afectan
con una pesadez que inicia desde la muñeca. Algo le preocupa: comienza a olvidar las cosas. Inició una carta sin recordar ahora para quién era y dónde la dejó. Solo sabe que escribió un texto dirigido a alguien en algún momento. Es extraño, siento pena por ella. Su ansiedad la hace sudar cuando dice que sospecha de una doble personalidad. Aquí hace una pausa en su declaración mientras me toca la frente con sus dedos fríos. Luego vuelve a hablar y dice que tuvo en mente la idea de suicidarse, pero se arrepintió, porque dejaría en orfandad a la mano izquierda. El psiquiatra sonríe con disimulo al tiempo que ajusta la temperatura del lugar con el control remoto. Entonces cuestiona:

—¿Reconoce el sabor y olor de los alimentos?
—Es para mí o para ella la pregunta —digo dudoso.
—Para su mano. Pero como usted habla por ella puede responderme también.
—Bueno, en ese caso, con su permiso, puedo asegurar que no lo sabemos con certeza.

El experto nos mira por un instante y realiza anotaciones en su libreta. Se levanta en dirección a una caja de color fresco. Saca unas piezas raras que pone sobre una mesa. Nos dice que las juntemos para formar una figura igual a la tapa de la caja. Él se sienta un poco más lejos. Mi mano y yo tratamos de hacer el ejercicio. Trabajamos en equipo, pero es muy inquieta, su temblor no le ayuda. Me desespera, le hablo fuerte por su bien, pero me ignora. Hace lo que quiere con las piezas, las pone en mi boca, las avienta. Se alza una discusión y la canalla me jala del cabello, me insulta. La mano izquierda entra en mi defensa. El especialista procura separarnos a los tres, pero aviva más la trifulca dando un golpe accidental a la paciente, ella reacciona con enojo a modo tal de agredirlo con fuerza. El hombre grita herido y busca sobre su mesa de trabajo un objeto parecido al control del aire acondicionado. Lo aprisiona con firmeza para hacer sonar un timbre. Casi de inmediato, entran dos individuos para imponer el orden. Mi mano enferma pide alterada que se lo lleven. Al él lo sacan primero para después llevarme con todo y manos. Nos meten en la habitación donde me inyectan una cosa que nos da sueño.

Mientras hace efecto siento en la derecha otra vez el deseo de escribir, de continuar la carta. Sin embargo, al despertar de nuevo en esta casa de descanso no veo rastro de escrito alguno. Quizá sea porque al final me arrepiento, ¿por qué razón? No lo entiendo. Creo que es en este punto donde debo llevar a mi mano al psiquiatra.