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Los altibajos del día a día de un tallador de madera de 82 años

Foto(s): Cortesía
Lorena Jiménez Salomón

Es mediodía de sábado caluroso en la ciudad de Oaxaca. A una cuadra del zócalo, sobre la acera izquierda de la calle García Vigil, descansa en los escalones de un edificio colonial un hombre diminuto, sobre cuyas rodillas muestra apiladas bateas de madera. La temperatura de 32 grados centígrados hizo que se bajara el cubrebocas y decidiera hacer una parada. Es don Ricardo Jiménez, un tallador de madera, cuya vida transcurre en ir y venir de la Sierra Sur, para vender sus piezas.

Los transeúntes pasan frente a él y algunos miran las tallas de madera rectangulares, redondas y ovaladas; la mayoría pasa con indiferencia a su lado; los más curiosos preguntan el precio y luego se van. El descanso le viene bien para mostrar durante algunos minutos las artesas talladas en una sola pieza.

En una charla, él comparte que su vida transcurre en ir y venir desde Soledad Piedra Larga, San Jerónimo Coatlán,  la ciudad y de regreso. Su comunidad se localiza en la Sierra Sur, a unos 157 kilómetros a Oaxaca de Juárez. Una vez que su familia termina varias piezas, él viaja para venderlas y al terminar con su venta aquí, vuelve por más. Su estadía en su localidad varía de dos a tres días, mientras que en la ciudad permanece hasta por ocho días, hasta que logra vender todo.

“Ya me acostumbré, así es mi vida. Nomás voy a traer lo que hay allá y les entrego el dinero”. Ya acostumbrado al viaje de seis horas llega al centro, para recorrer a pie las calles del centro histórico. En su hombro izquierdo lleva una bolsa de costal y en su hombro derecho la pila de bateas. 

Su andar es lento, para que el posible comprador pueda ver las piezas y quizá se anime a comprar alguna. Sobre su oficio, él comparte que lo aprendió de sus padres y ahora son sus hijos quienes las tallan. En su comunidad, dice, muchos se dedican a la talla de bateas, además de ir al campo. La mayoría sale a vender a otras regiones, como la Costa y el Istmo, otros más viajan a Puebla y Acapulco.

A sus 82 años de edad, el hombre originario de San Pedro Cajonos, no tiene acta de nacimiento, lo cual le impide iniciar cualquier trámite para solicitar algún tipo de apoyo, porque a veces hay días que no vende ninguna pieza y regresa a casa con las manos vacías.

Con la mirada triste, explica: “Ya tiene como 60 años que salí de allá, de mi comunidad natal en la Sierra Juárez. He ido para allá para ver si me reponen mi acta, porque perdí todos mis documentos cuando se incendió mi casa de Soledad Piedra Larga. Por un lado me mandan a Miahuatlán, luego a Cajonos, luego aquí a la ciudad, pero en todos lados dicen que no aparece mi nombre en el libro; no me quieren dar mi acta”.

Ya es más de mediodía y confiesa que no ha vendido nada, se prepara para caminar otra vez. Recuerda que los buenos tiempos eran cuando los turistas venían por cientos al lunes del cerro, a las fiestas de muertos y a los festejos decembrinos: “Entonces sí vendía todo rápido, ahora como no hay fiesta, no hay venta. Los poquitos que hay sólo preguntan el precio y se van. Lo que pasa es que hay que tener paciencia, eso es lo que necesita uno. Cuando dios da, da,  aunque sea algo, pero no se queda uno sin nada”. 

A don Ricardo se le puede encontrar en la calle de García Vigil; eventualmente, va a vender al mercado de Nochixtlán. Durante sus estancias en Oaxaca se queda con algunos familiares en Xoxocotlán, municipio al que va y viene a pie. 

Le pregunto si le sale vender las bateas al precio al que las da, que oscilan entre los $150 y $300. A lo que me responde: “Ponga usted que no salga, ahora con esto de la pandemia no hay negocio que salga, apenas sale para el gasto para comer. Ahora todo está muerto, no he vendido nada y son más de las 12, voy a caminar por allá para ver si vendo. ¡Hasta luego!” Don Ricardo se despide y camina en dirección al Zócalo.