Es de imaginarse al pueblo en esa hora catastrófica, habría que vivirlo para comprenderlo, sin duda las cosas caen en un lugar con ellos se incendia la piel a pedazos por desconocer la memoria de lo cotidiano.
Esa vez, a las ocho de la mañana del día sábado veintitrés de septiembre, las aguas del rio Papaloapan ya nos llegaban a las rodillas. Para las cuatro de la tarde había subido un metro y medio, a esa hora la angustia en el pueblo era general y se veía atestado tanto el atrio de la iglesia, como el kiosco y la casa verde, de gente que desesperada que buscaba refugio.
Ante todo esto, comprendí que la historia se tiene que dejar echa de cualquier manera, para ello, recurrí a lo que me indicaba mi corazón joven, con mi cámara fotográfica –fiel compañera que colgaba de mi hombro como bayoneta lista a disparar-, me di a la tarea de tomar imágenes por todos lados y a cada instante, medía la distancia con ella, me situaba en el espacio despejado de gritos y comuniones, tratando de no ser perturbado, porque algo me indicaba que tenía que suponer demencia y sangre fría, e inicie a poner ojo a todo mi alrededor: ojo a mi boca, ojo a mi tacto, ojo a mi rostro, ojo a mi luz interior y Dios tenía que guiarme en esa triste tarea.
Recorrí un radio muy corto del pueblo, hasta donde me dejo la creciente del agua moverme con todo mi ímpetu y juventud, corrí desesperado enfocado con todo a mi paso por la avenida independencia, 5 de mayo y la calle guerrero, y ya no fue posible seguir en la delicada tarea, hasta después de la inundación anduve a tientas por callejones y rincones como las calles Javier Mina y Libertad, donde volví a enfocar lo que había quedado de las avenidas principales.
Se me viene a la memoria cuando se retiraron la aguas del pueblo, con dificultad me traslade a San Bartolo para tomar el camino a pie por las vías del ferrocarril; con ayuda de personas de diferentes comunidades, llegue al pueblo y enfoque el río frente a Santa Cruz –Fueron las ultimas tomas-, desde luego ya no hubo más evidencia al respecto, era como el ocaso de siclo vital, pero no un ocaso de inexistencia, si no de lo que había pasado inesperadamente; el puente Papaloapan ahí se encontraba erguido como telaraña negra viendo huir los últimos gemidos de la creciente agua.
Había como Dios me ayudó, como llegue a la población de Tierra Blanca y di las noticias a las autoridades que Tuxtepec casi había desaparecido del mapa, que se necesitaba ayuda porque sobrevivientes nos moríamos de sed y hambre; el presidente municipal de ese lugar integro un comité de auxilio para organizarnos de inmediato la ayuda necesaria , a la vez me apoyo económicamente para llegar a Veracruz y revelar la fotografías tomadas de la inundación , único testimonio que quedaría de lo que sucedió en septiembre de 1944 : ojo de luz de memoria de un acontecer de una rabia catastrófica.
Ahí dejo estas imágenes como testimonio de un lametable suceso... teniendo las aguas por muro a su derecha y a su izquierda, Tuxtepec sucumbía.
*Entrevista realizada por el cronista de Tuxtepec: Antonio Ávila Galán