Palábrosis y otros delirios | NVI Cuenca Pasar al contenido principal
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Palábrosis y otros delirios

Cultura
Foto(s): Cortesía
Javier Morán Solano

Palábrosis
Palabra que contiene una anomalía,
entendida como falta ortográfica.

Sucedió que una palábrosis de dudosa procedencia se alojó en una de mis novelas sin previo aviso. Cual agente migratorio revisé con cuidado los rincones de la obra, sus diálogos, sus atmósferas, sus personajes, sus descripciones, en fin, todo lo relacionado con la palabra cocinada en papel. Y entonces dejé de ser agente, para convertirme en chef de escritos.

Recuerdo bien las veces que el borrador final me habló por el bolígrafo para marcar errores. Lo hizo con una especie de antigua lengua extinta, entendible por intuición. Fue entonces que a la luz del insomnio pude ver en la página ochenta el uso indebido de una letra por otra, con igual sonido, pero distinta cada una de otra, como mis primeras novias. En eso estaba cuando me sorprendió una coma en lugar de un punto, como ahora, y me di cuenta de la maldad que existe al escribir cansado.

A partir de ahí rescaté el hábito de examinar mis textos en completa lucidez, y armarme de valor para usar el diccionario. Déjame decirte que fue una noche inspirada cuando la palábrosis se me apareció en forma de amor, pues te lleva de la mano, como si en verdad quisieras, y cuando abres bien los ojos, ya ocupó un lugar en tu historia.

Por ello, más de una vez pensé rendirme y dejarle todo al ordenador para que ningún acento, consonante o signo perturbe mis narrativas. Pasado el tiempo, descubrí que la palábrosis se parece mucho a mí: se presenta cuando menos la esperas, se enmienda cuanto más la corriges, y es muy terca para notarse en manuscritos, como este que acabas de leer.

 

El inadaptado

En un curso de capacitación de la agencia, el instructor pidió al personal donar uno de sus mejores recuerdos. Cada quien debía desprenderse de algo que lo hubiera hecho feliz. Donar nunca fue mi mejor virtud, pero tomé interés al ejercicio por no implicar nada material de por medio. La encargada de recursos humanos decidió donar el día de su cumpleaños, cuando se reconcilió con la de administración. El responsable del archivo eligió el día en que nació el bebé de la recepcionista —ante la admiración de todo el grupo—, la chica nueva de logística eligió la fecha en que le subieron el sueldo, con un espinoso silencio tras decirlo. El estresado joven de informática relató que fue el día que inició su dieta, y la abogada del área jurídica reveló su lucrativo divorcio.

Así fueron pasando, uno a uno, los colegas del trabajo, hasta que llegó mi turno. Yo era operario del elevador. Mi labor consistía en llevar a los burócratas de un piso a otro cuando fuera necesario. No era casado ni divorciado, no tenía hijos, siempre controlé el estrés y me sentía muy sano. Advertí entonces en la mirada de esos seres de oficina un morboso interés en mi intervención —incluida la enfermiza de contabilidad—, al tiempo que el instructor me dijo meditabundo: «¿Quisieras donarnos tu recuerdo, amigo?» A lo que respondí encantado: «El día que me dieron este empleo». En represalia, una semana después, el envidioso director general me colocó en un escritorio.