Lucía alcanzó a escuchar las palabras que dijo la señora, en las que percibió una intención inapropiada. Más tarde llamó a su suegra y le pidió que no le volviera a decir eso a su hija.
Entraba la noche cuando llegó doña Sofía, abuela materna de Fátima, quien desde que aconteció el nacimiento de su nieto, llevaba un té de varias yerbas a su hija convaleciente. Notó de pronto que la niña no la recibió cariñosa, sus ojos no brillaban como de costumbre, entonces volteó a ver a Lucía para preguntarle qué le pasaba, se enteró de las desatinadas palabras que pronunció la abuela Salomé. Al ver el estado de ánimo de su tierna nieta, le dijo a Lucía: “Me llevaré a Fátima, yo la cuidaré por lo menos una semana mientras te recuperas bien”. La madre aceptó; enseguida, la abuela tomó la manita de la niña, pasó por unas mudas de ropa y la abrigó del frio clima de invierno. Pasaron los días, procuró atender a su nieta lo más que le permitían sus labores diarias.
Cuando la abuela Sofía mencionaba que iban a ir a casa de su hija, observaba que la niña solo movía la cabeza. En su semblante reflejaba que no deseaba ir, hablaba poco, solo quería estar con su muñeca, a quien ya no le cantaba.
Pasada la semana, al ver que la niña aún con sus cuidados no mejoraba, la regresó con su mamá. Los días siguientes, la pequeña Fátima se notaba sumamente decaída, sin ganas ni de jugar; trataron de curarla con tés medicinales, la llevaron al único médico del pueblo y cuando su hermanito cumplió un mes de nacer, la niña falleció. El doctor refirió: “Esta niña murió de tristeza”. La familia coincidió con lo dicho por el galeno, al recordar el momento en que la niña empezó a cambiar de forma irreversible.
Para Lucía, este suceso fue el más terrible que pasó en su vida; sin embargo, logró reiniciar sus actividades, seguir el oficio que le permitía autosuficiencia, no estar sometida a sus suegros, tener cierta holgura económica y no depender totalmente de su esposo.
Continuara el próximo lunes…
