EL T-7 | NVI Cuenca Pasar al contenido principal
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EL T-7

EL T-7
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

Dormidas en “Oro verde” 

ebrias de amor 

las mariposas 

en espejo de agua.

 

Sucede entre los años 1935 hasta 1944, cuando el río de las mariposas era cristalino y navegable. Tuxtepec realizaba el comercio con poblaciones como Valle Nacional y otras rancherías cercanas. La mercancía se transportaba en lanchas, estas embarcaciones de madera tenían capacidad de transporte para 20 o 30 toneladas. 

“En esa época todavía estaba en su apogeo la siembra de plátano, a la que se le llamó con buen tino la época del oro verde. Los años de los que te hablo, se constituyeron como la fiebre del plátano de la región. Eran racimos tan grandes que se hacía imposible que un solo hombre los pudiera levantar. Te digo que no por su peso, sino por su tamaño de metro y medio y hasta de dos metros cada uno”. 

Es una tarde calurosa del mes de mayo, cuando sucede esta charla tan amena como desesperada. Un atrevimiento de sueño agónico, de mirada solitaria de alguien que con voz amena relata tono a tono el canto de cualquier decir. Tuxtepec se mueve en una nueva época, época de grandes avances en su desarrollo comercial e industrial. Mientras que nuestras gargantas se refrescan con tragos de cerveza en el parque Juárez; pájaros asustados por el mundanal ruido, deambulan de un árbol a otro. Escasos pichos tordos escurren sus sombras en el rumor tramposo de la ciudad. En las bancas del parque, ciudadanos indiferentes a lo que sucede alrededor, se recrean discutiendo algún posible negocio.

“El río lucía navegable, limpio y cristalino, como el color de los ojos de una muchacha enamorada de la luna”. En esa forma rememora el tío Pedro, la nostalgia que siente por un río navegable de recuerdos, anotaciones que entresaca de su memoria antigua. Sentados en La Movida, desgastamos nuestra amena charla, el viejo alza su tarro de cerveza, me invita a lo mismo y prosigue su añoranza.

“Recuerdo a los señores Juvencio Parra, don Diego de la Cruz, Rafael el Cañitas”. Hombres duros como un roble, que de madrugada remontaban las aguas en las márgenes del río de las mariposas. Horas antes de partir, se reunían en la estación de embarque, allí en los muelles entre el humo del cigarro y mentadas de madre. En la estación La Esperanza, frente a El Paso Real, esos cabrones lancheros, también salían a hacer labor hasta Sebastopol, donde ahora está la Fábrica de Papel Tuxtepec. Esto es cuando las embarcaciones llenas de plátanos eran transportadas por los remolcadores, entre los que se encontraban El Pegaso, El Nautilus, y el mejor de los remolcadores de su época, que cargaba en su interior una buena máquina marina, me refiero al T-7. 

“Lo que te cuento es la verdad y escríbelo con letras grandes porque tú sabes cómo hacerlo, para eso andas en esto de preguntón. Una nostalgia me sale de todas partes del cuerpo, y más en estos días de calor, donde se me escapan los suspiros de antaño”. 

El tío Pedro, hacedor de recuerdos y sueños, toma con sus manos callosas un relato más, lo ensaliva y me lo arroja al rostro, como pendiente de no esconder nada bajo su piel pigmentosa.

“Los capitanes de las máquinas de entonces, eran hombres de temple, además, buenos bebedores. Quién no recuerda a Rosario Figueroa, Nicolás Cayetano y Francisco Vargas; ellos transportaban los remolcadores que prestaban servicio a la compañía transcontinental.

“Cada remolcador jalaba de cinco a seis chalanes al mismo tiempo. Por lo general, salían de Tuxtepec los martes por la madrugada, yéndose por toda la orilla del río, luchando contra la corriente, parecía que los árboles, al paso de las embarcaciones, fumaban y despedían mucho humo blanco. 

“Para el día jueves, la comparsa regresaba a Tuxtepec, cargada de plátanos, y si no era el jueves, llegaba el viernes para desembarcar en La Esperanza. 

“Todo ese día viernes era de trabajo, porque el sábado, desde las seis de la mañana, el embarcadero se cerraba para toda actividad, dando por terminada una semana más de labores. 

“Pero fíjate que hay algo por lo cual la incertidumbre y la impaciencia invaden toda mi hombría; a veces remueve alguna que otra lágrima salida de mi cansado corazón y es, precisamente por el que se considera el mejor remolcador que existió en ese tiempo, orgullo de los trabajadores de plátano; ya te lo dije hace rato, hermanito; el T-7, un pequeño gigante capaz de grandes proezas. 

“Yo, Pedro, el bebedor de cervezas, amante de las mujeres bonitas en las noches de lluvia, el come cuando hay, y el fregonazo para la buena pesca, amé a ese T-7, aunque no trabajé en él, para mí era una verdadera fiesta verlo altivo y majestuoso cuando se deslizaba río abajo, jalando como un padre los carritos de sus niños amados. Esos carritos iban repletos de oro verde. Gota a gota, el sudor de los hombres tuxtepecanos galopaba en el ondulante río de las mariposas. 

“El T-7 desapareció cuando en el 44 cayó una tromba en la sierra Juárez. Dicen que el torrencial aguacero, diosito lo mandó como castigo, porque aquí en Tuxtepec, nos portábamos mal, pues éramos muy pecadores, bueno, así lo expresan los que quieren justificar el demonio que traen en su conciencia.

“No se supo más del T-7, sólo apareció su esqueleto mucho después, cuando gente de fuera vino a dragar el río y, accidentalmente, se encontraron con los restos desarticulados de esa bonita máquina, propiedad del famoso Cañitas.

“Allí están sepultados sus restos, en el Papaloapan, entre las calles Guerrero y Allende, a flor de agua, donde generaciones de chamacos, desde hace años se tiran clavados, apoyándose en su casco y se hunden entre sus huesos. 

“Ahí está el T-7, bajo esos preciosos sauces reposa como un señor lagarto que duerme la siesta, inolvidable máquina que está esperando ser sacada, para que lo pongan en exhibición en una de las calles de la ciudad; sería, sin duda, un merecido homenaje. 

“En verdad muchacho, aunque no lo creas, por las tardes cuando me fastidio de tanto alboroto y ruido en la ciudad, voy y platico con él y me cuenta que antes estaba contento porque en su seno abrigaba peces y langostinos, y allí los muchachos bajaban a jugar sobre sus costillas y le rascaban la espalda como a un viejo abuelo. Hoy está triste, pues ya nadie lo visita, y se encuentra abandonado y sucio por dentro. Sucio de esas suciedad que ahoga las ideas y va matando todo a su paso. Hasta las raíces de los sauces están carcomidas y ya mueren. Por eso con esta triste soledad del recuerdo, de lo grande que fue la máquina del T-7, soy el único viejo que habla con él, lo hago por las tardes, antes de irme a descansar. Lo bendigo sentado en el pasto, con un trago de licor para amortiguar las penas”. 

Testimonio de Pedro Zaleta Monteagudo.