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El pollito y el bautizo de la leche

Historia de Tuxtepec
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

I

En avenida Carranza a unos pasos del parquecito del mismo nombre, se encontraba una tienda de abarrotes única del Barrio Abajo, llevaba por nombre El Pollito; atendida por su dueño el señor Rogelio Roque Rivera, un señor de carácter jovial y dicharachero, siempre guaseando con la clientela. En la parte posterior de la tienda, había un espacio acondicionado donde se vendían, a decir del dueño; bebidas espirituosas (aguardiente de caña y cerveza), en este lugar tan sagrado se reunían los parroquianos del Barrio Abajo, como Juan Cuevas La rana, Juan Acevedo Totola, Julián Medina, Isidro Estrada, Francisco Chico bolas, José Loyo Altamirano Cheloyo, Chito Parra, don Chico Solís, Rodolfo Reyes El tordo, don Pedro Domínguez conocido como don Perico.

Don Rogelio vendía cervezas de toda marca, el costo de la Corona era de un peso y la Victoria costaba ochenta centavos; ésta última la consumían mucho los albañiles; por eso, cuando este gremio los días sábado llegaba a la tienda El Pollito después de la chinga de toda una semana, pedían una “flor de andamio” para quitarse el calor, y don Rogelio les servía de inmediato la cerveza preferida de los maestros albañiles y peones, una Victoria, por ser la más barata; así le pusieron ellos: “flor de andamio”.

‒¡Pa' la chingada compadre!, don Chico y don Perico parece que van jugando carrera, para ver quién hace más chamacos, y lo peor es que son vecinos, ambos viven en la calle Javier Mina, y tienen como cinco hijos cada quien‒. Pero don Rogelio es más cabrón; pues tuvo con su esposa doña Lina once hijos; cinco varones: Rogelio, Joaquín, Jacinto, Toño y Gilberto; y seis mujeres: Soledad, Adolfina, Elvira, Esperanza, Concepción y Epifania. –Es que antes no había televisión compadre–. Don Rogelio era ayudado en el negocio de abarrotes y bebidas espirituosas por dos de sus hijos; Joaquín y Jacinto. En esta forma se reunían los parroquianos del Barrio Abajo en ese centro de convivencia, y es que El Pollito ya era nombrado en todo Tuxtepec como una tienda bien atendida, y un lugar donde los hombres podían pasar una tarde divertida.

Don Rogelio le ponía apodo a medio mundo; principalmente a la chamaquera, siempre con el respeto debido: ‒órale tú, Chimbemba, ¿qué quieres que te despache?‒, ‒Tú, Salta pa' tras, espérame tantito, mientras enróscate ahí‒, señalando un banquito que descansaba en una esquina de la tienda. Algunas niñas como Verónica, le reclamaban: ‒Oiga don Rogelio, por qué me dice enróscate, si yo no soy rosquilla (un animalito largo, color café, que por la humedad se reproducía mucho en las casas, y se enrollaban solas, es decir, se enroscaban)‒. Según el nombre del escuincle, don Rogelio le llamaba con el nombre del artista conocido en esa época: ‒A ver tú, Verónica Loyo‒, ‒Tú, Miguel Aceves‒, ‒Tú, Pedro Infante‒, ‒Tú, Agustín Lara‒, o bien, ‒María Félix‒. El cuento es que a todo mundo bautizaba don Rogelio Roque, con orgullo lo recuerdo porque es mi papá; Toño Roque Alfaro así lo cuenta, lo nombra y lo comunica en una charla amena, herencia del padre, pues Toño no se queda atrás, ya que en cualquier parte de la ciudad lo conocen como El pollito.

‒Quiubo tú, pollo‒, ‒ah calajo‒, contesta éste. Y de pronto estás platicando con El Pollito y te saca un chiste al momento, ‒y como dijo el choto: ¡ay tú!‒. O cuando alguien habla de la parte íntima del hombre, Toño El Pollito remeda ‒me suenes, dijo la lata‒.

A la tienda El Pollito también asistían en aquellos tiempos don Arnulfo, conocido como El Búfalo, un hombre alto, fornido, con una cara redonda que se imponía a quien lo viera; de raza ojiteca, carácter de pocos amigos, quien siempre andaba montado a caballo con sombrero de palma de cuatro pedradas y una pistola al cinto; por cualquier emergencia decía él; luciendo un bigote escasamente tupido y como cuenta Toño Roque, El Búfalo hacía tamales de masa, vivía en la calle Nicolás Bravo, cerca de la familia Santos; mataba cochino, o sea, fue tocinero de oficio y su esposa se llamaba Luz, los vecinos de cariño le decían doña Luz, una señora muy trabajadora, bajita de estatura, que se jodía el lomo con este hombresote haciendo tamales los fines de semana, porque esos sabrosos tamales ‒como eran conocidos‒, las familias tuxtepecanas los compraban mucho, pues acostumbraban enviarlos por autobús los días sábado por la noche a la Ciudad de México, para que el familiar que residía en la capital, saboreara al otro día un rico producto de masa tuxtepecana. El Búfalo cuando convivía con sus compañeros en el brindis, gritaba “voz a cuello” –a mí la pinche Comisión Federal de Electricidad me hace lo que el viento a Juárez; yo duermo con Luz toda la noche y nunca me cobran nada–.