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Don sabino y las purgas

Don Sabino Andrade.
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

La purga de don Sabino

me hacía chirriar el calzón.

Un cuadro sinóptico bien sustentado, era el que se presentaba los sábados por las mañanas en la Unidad Sanitaria del pueblo. Largas colas de chamacos lombricientos y pálidos se apretujaban a la falda de la mamá. - ¿Por qué se manifestaban esas filas interminables de mocosos pueblerinos? - Tocaba la purga a los escuincles que, por disciplina de casa, cada seis meses debían degustar las tomas para los bichos.

La desesperación de las madres no era para menos, a medida que se acercaba el turno el chiqueón de la casa o el diablillo de la familia emitía berridos inconfesables jalándole el vestido, dejándole a veces media espalda al desnudo. Las pobres morían de nervios por la vergüenza que pasaban. La enfermera esperaba ansiosa, a veces media enojada o sonriente en la puerta para recibir a las víctimas, desde luego, la obligación de la madre consistía en llevar para el caso dos naranjas y un trapo grande para que el ratonzuelo se bajara el mal sabor de la purga.

Rememoran hoy algunos tomadores de esas pócimas; sabía a madre la pinche purga de don Sabino y cagábamos tan prieto al poco rato de tomarla que se espantaba uno al ver sus propios desechos, acrecentando el llanto. Era traumática y ostentosamente malévola la forma en que maniataban a los chamacos; los agarraban y los embadurnaban

con aceite en la panza sobándolo; y mamá, enfermera y tío Sabino con sus lentes de búho trasnochado, hacían la dichosa faena.

Tío Sabino nos metía entre sus piernas, nos apretaba la nariz para que abriéramos la boca, resollábamos como iguana moribunda, en esa forma nos mantenían mientras nos atragantábamos la purga de aceite con el menjurje para sacar rápido a las mentadas lombrices. De inmediato nos daban a chupar dos o tres naranjas para que nos hiciera rápido el purgante y en el patio de la Unidad Sanitaria, hacíamos del baño en el bacín respectivo, es decir se tomaba en cuenta el número de veces que se hacía patente la enmienda de defecar las “malas energías vaporosas”. La vegetación recibía heridas quejumbrosas por la suciedad de los chamacos del tío Sabino. No había luz brillante que resplandeciera en los ojos del niño purgado: sólo panza abultada, ojos saltones, pupilas amarillas como papel china y un caminar con pujidos como pollo golpeado.

Tío Sabino acostumbraba a tomar al chamaco por las nalgas con el consabido sermón motivador: “Déjate purgar para que tu mamá te vea más bonito y te compre al rato unos dulces”. Con la calma del mundo, don Sabino Andrade, hombre moreno de estatura regular y enormes lentes de fondo de botella, vecino de la colonia María Luisa, hacía sufrir con sus mágicas tomas a cuanto cabrón escuincle caía en sus manos.

Marcelino pan y vino

de moda, dichosa canción

la purga de don Sabino

me hacía chirriar el calzón.

Los sábados de purga se llevaban a cabo en la Unidad Sanitaria, situada en la esquina 20 de Noviembre y Aldama; desde media semana las mamacitas tenían que llevar una muestra de excremento del chamaco, para que se analizara y se determinara el tipo de purgante que se le recetaría al paciente. El señor Samuel Oropeza, que tenía su domicilio frente al parquecito Carranza, en Nicolás Bravo, fue el encargado del aspecto administrativo de la Unidad Sanitaria, llevaba el control de cuanto chamaco pasaba a la báscula de don Sabino cada fin de semana.

Lolita Usla, enfermera siempre sonriente, ordenaba con su voz dulce la hora de entrada a la purga; voz que, a pesar de la buena manera, hacía temblar a cada endemoniado chamaco. Otra enfermera que auxiliaba al tío Sabino era doña Aurora Solís, de edad mayor y respetuoso carácter, vivía en la calle 5 de Mayo casi esquina con Hidalgo.

En aquel tiempo no existía tanta distracción, las amas de casa se encargaban de velar con más cuidado la educación de los hijos, sólo la voz bien timbrada con acento de barítono del locutor de la XEW, la voz de América Latina, se escuchaba en algunas casas; era la única forma de conocer las noticias que acontecían en el mundo, de escuchar a los artistas del momento con las canciones de moda: el trío Los Panchos, Los Dandys, La Sonora Matancera, Ray Conniff; asimismo los aficionados al boxeo, los sábados por las noches se reunían en alguna cantina o en la casa del vecino, pegando el oído a la radio, para gritar jubilosos cuando daba un golpe al hígado el ídolo de México, el Ratón Macías o José Becerra, entre otros. Las amas de casa en esas condiciones de vida, velaban porque el retoño de la familia no presentara síntomas de tener bichos, lombrices, tricocéfalos ni oxiuros. El cuadro se revelaba en el rechinar de dientes por las noches, o por los ojos saltones como de sapo, panzas salidas de la botonadura de la camisa, palidez, somnolencia; señas que el chamaco malcriado y rezongón, juegacharco y caminador, recogía cuanta fruta tirada en los solares vecinos; o bien, comía tierra en el patio de la casa. Antes no se acostumbraba a hervir el agua. Tuxtepec siempre fue catalogada por tener excelente agua potable. En épocas de lluvias los veneros se contaminaban con agua sucia, de allí que hubieran muchos enfermos de “relámpagos” estomacales.

Don Sabino –tío Sabino- señor de la tornapurga, especialista en tomas de aceites de ricino o sal de higuera bien caliente; este menjurje se producía por la savia de hojas del árbol de higuera, que en la actualidad aún se utiliza para limpiar el estómago.

Durante muchos años, Sabino Andrade, fue el encargado de las purgas en la Unidad Sanitaria, pasando después al Hospital Regional, donde recetaba la pócima especial para que el chamaco no se contaminara de bichos; se miraba pasar por las calles de Tuxtepec en su bicicleta rodada 28; niños y gente adulta lo saludaban recordando aventuras pasajeras. Los pequeños en edad de purga se escondían al verlo y los mayorcitos coreaban su nombre.

En la memoria de quienes les tocó vivir la época de don Sabino Andrade, perdura su voz amable y la sonrisa que regalaba a los niños: “Dos cucharaditas y vas a ver que te pondrás fuerte y coloradote, y tu mamá te va a querer muchos más”. Enseguida el apretón de nariz para que, a falta de aire, el escuálido chipujo, panzón, ojeroso y pichurriento chamaco, abriera la de cocodrilo y al instante escurrir fríamente con rutilante maniobra, la enorme cuchara de peltre que jugueteaba y removía la campanilla en la garganta de la víctima. De esa forma la horchata espumosa y pegajosa de la purga -aceite de ricino o de sal de higuera-se deslizaba al estómago enfermo del recetado, no se hacía esperar el recurrente vómito; la madrecita purísima y voluntariosa atacaba trapo y medio en el hocico del chamaco y al momento sobrevenía por abajo. La pecadora evacuación chorreaba los pantalones de los varones o las pantaletas de las niñas. El patio de la Unidad albergaba un desfile de ocho o diez bacinicas esperando al recién purgado.

Tío Sabino, con sus lentes de búho cansado, se acomodaba pesadamente, sonriendo satisfecho de la faena iniciada a las siete de la mañana. Y ya fastidiado, en su asiento de madera, miraba fijamente la despintada pared de la vieja casona. Mientras, la negrita Usla, con su enchinado pelo acubanado, sonreía a fuerza de costumbre, como rememorando la fila de chamacos purgados, temiendo la dichosa edad de las noches, cuando la Llorona, paseando su llanto a lo largo del crecido río de las mariposas, desnudara su antiguo grito: ¡Aaayyy mis hijoooosss!, simulando para sus adentros que la Llorona un sábado de esos, vendría a buscarlos entre los desgastados pantalones de don Sabino Andrade, tío