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Actos heróicos en 1944

Legado del fotógrafo Teodoro Acevedo Villamil
Foto(s): Cortesía
Antonio Ávila Galán

I

DON TEODORO ACEVEDO

Pasé setenta y dos horas en la Casa Verde junto a mis tíos Rodrigo Villamil y su esposa Susana, en la creciente más grande de que se tiene memoria en Tuxtepec. Apenas cumplía catorce años que me había aficionado a la fotografía, fue por el año de 1930 cuando tomé entre mis manos la primera cámara fotográfica. En esa época el pueblo era fotogénico por cualquier lado que se le viera: Calles extensas, palmeras espigadas, patios sombreados por las grandes ramas de los árboles, un río cristalino donde a diario se bañaban de amor cientos de mariposas, además la vistosidad de los chalanes en paseos presurosos con su carga de plátano. Todo ese recreo de imágenes nos regocija el alma, en esos años de recuerdos polvosos y casas de palma y teja, características de los pueblos de la cuenca. La Casa Verde fue nuestro refugio, el sitio de resguardo y salvación, donde mucha gente del pueblo pasó en ella la catástrofe de 1994, por lo mismo, se le hubiera erigido monumento histórico y memorable, porque al igual que la iglesia parroquial y el kiosco del parque Juárez –que también albergaron a mucha gente del pueblo- fue olvidada por la inconsciencia de las autoridades: así somos de ingratos los hombres de esta ciudad, que hasta de los buenos pareceres nos olvidamos pronto.

Es de imaginarse al pueblo en esa hora catastrófica, habría que vivirlo para comprenderlo, sin duda las cosas caen en su lugar y con ello se incendia la piel a pedazos por desconocer la memoria de lo cotidiano. Esa vez, a las ocho de la mañana del día sábado veintitrés de septiembre, las aguas del río Papaloapan ya nos llegaban a las rodillas. Para las cuatro de la tarde había subido un metro y medio, a esas horas la angustia en el pueblo era general y se veía atestado tanto el atrio de la iglesia, como el kiosco y la Casa Verde, de gente del pueblo que desesperada buscaba refugio. Ante todo esto, comprendí que la historia se tiene que dejar hecha de cualquier manera, para ello recurrí a lo que me indicaba mi corazón de joven, mi cámara fotográfica –fiel compañera que colgaba de mi hombro como carabina lista a disparar- fue entonces que me di a la tarea de tomar imágenes por todos lados y a cada instante, medía la distancia con mi cámara, me situaba en el espacio despejado de gritos y comuniones, -trataba de no ser perturbador- algo me indicaba que tenía que suponer demencia y sangre fría, e inicié a poner ojo a todo mi alrededor: Ojo a mi boca, ojo a mi tacto, ojo a mi rostro, ojo a mi luz interior y Dios me tenía que guiar en esa triste tarea. Recorrí un radio muy corto del pueblo, hasta donde me dejó la creciente de agua moverme con todo mi ímpetu y juventud, corrí desesperado enfocando todo a mi paso por la avenida Independencia, la 5 de Mayo y la calle Guerrero, ya no fue posible seguir en la delicada tarea, hasta después de la inundación que anduve a tientas por callejones y rincones como las calles Javier Mina y Libertad, donde volví a enfocar lo que había quedado de las avenidas principales del pueblo.

Se me viene a la memoria cuando se retiraron las aguas del pueblo, con dificultad me trasladé a San Bartolo para tomar el camino a pie por la vía del ferrocarril; con ayuda de personas de diferentes comunidades, llegué al pueblo de Papaloapan y enfoqué mi cámara al río frente a Santa Cruz -fueron las últimas del rollo-, desde luego que ya no hubo más evidencia al respecto, era como el ocaso de un ciclo vital, pero no un ocaso de inexistencia, sino de lo que había pasado inesperadamente, ahí estaba erguido como telaraña negra, el puente Papaloapan que veía huir los últimos gemidos de la creciente de agua.

Como Dios me ayudó llegué a la población de Tierra Blanca, y di la noticia a las autoridades que Tuxtepec casi había desaparecido del mapa, que se necesitaba ayuda porque los sobrevivientes nos moríamos de sed y hambre, el presidente municipal de ese lugar integró un comité de auxilio para que organizara de inmediato la ayuda necesaria, a la vez me apoyó económicamente para llegar a Veracruz y revelar las fotografías tomadas de la inundación, único testimonio que quedaría de lo que sucedió en septiembre de 1944: Ojo de luz en la memoria de un acontecer en medio de una rabia catastrófica.

 

Testimonios de Rodolfo Lavalle Acevedo y

 Ernesto Vanvollenhoven Huervo.